¡Qué rollo!

Por Jaime Restrepo Vásquez.
 
Sábado en la tarde. Toda la familia reunida en un mismo espacio, pero separada por el ocio, la pereza y la inactividad propia de cada edad. De repente vi esas pequeñas repúblicas independientes que se van constituyendo, a fuerza de costumbre, en el seno de un hogar.
 
¡No puede ser! Esto hay que solucionarlo. Y lo hice. O por lo menos pensé que lo había hecho: lancé una idea, casi como un susurro, por si de golpe dañaba los planes de algún miembro de mi familia: ¡Vamos a cine! La propuesta fue acogida con gusto, mientras cada quien comenzaba a buscar la mejor película para esa tarde cuyas nubes anunciaban el peor de los aburrimientos.
 
¡Y claro, me sumé a la búsqueda del anhelado largometraje! Pasé por zombies, murciélagos, terror y ciencia ficción cuando en un rincón apareció un título llamativo: Mi abuelo es un peligro.  Tenía en la cabeza la cinta Mi abuela es un peligro, protagonizada por Martin Lawrencé, que cuenta la historia de un detective experto en disfraces, que se transforma en una abuela gigante y bravucona. Además, la nómina de la película resultaba atractiva: Robert de Niro y Zac Efron, el joven que vimos en Disney protagonizando cintas bonachonas y divertidas… Todo presagiaba un film entretenido para la familia. 
 
Pero nada salió como esperaba. Comenzó la película y en sus primeras escenas, alguien recitaba algunos apartes de la Biblia. Buen comienzo, pensé mientras seguía cómodamente instalado en mi silla.  Después, todo fue una pesadilla: escena tras escena el lenguaje se volvía más extremo y el exhibicionismo se apoderó de la trama que se diluyó en medio de la vulgaridad, del “humor” facilista y de la obscenidad en todo su esplendor. 
 
Cada vez me resbalaba más en mi silla: ¿a esto las invité? No me atrevía a mirarlas.  Fijaba mis ojos en la pantalla, trataba de sonreír y de oír con atención las reacciones de mi familia: cuando escuchaba alguna risa, descansaba en algo, pero luego aparecía una nueva vulgaridad que otra vez me sumergía en la vergüenza. 
 
Así terminaron 90 larguísmos minutos. Durante toda la película recordé una frase: “uno no vino al mundo a creer sino a comprobar”.  Y esa premisa debe aplicarse en los planes familiares y sobre todo en las películas: un minuto basta para que usted y yo veamos el tráiler de una película en internet y así ir a la fija y no meter a su esposa y a sus hijos a una sala de cine, a ver algo que pasa de ser una actividad entretenida en familia, a un padecimiento colectivo que amenaza con jamás terminar.  Por eso, tómese un momento, no crea en esos supuestos que le dicen que usted ya conoce la trama y asegúrese de que las boletas paguen un tiempo de calidad cinematográfica… Yo no lo hice y todavía me ruborizo al contar el rollo que viví con mi familia.

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