Bedelyn

Bedelyn era una niña guatemalteca que estaba a punto de cumplir 15 años. De repente, mientras hacía las compras navideñas, asesinaron a un mototaxista y en la muchedumbre se extendió como pólvora un señalamiento: Bedelyn había sido quien disparó.
 
La indignación y el rumor hicieron de las suyas. Bedelyn Esther Orozco Gómez, de 14 años, fue capturada por la turbamulta, arrastrada del pelo, abofeteada y pateada. Luego, no contentos con la sangre y el dolor, fue rociada con gasolina.  Pasaron unos segundos y alguien arrojó un fósforo, convirtiendo a la niña en una tea humana. 
 
Pero Bedelyn seguía moviéndose y gritando, situación que no satisfizo la sed de “justicia” de la turba, por lo cual, un mototaxista decidió ir por un bidón de gasolina y vaciarlo completo sobre la humanidad de la niña. Cinco días después, mientras ella luchaba por su vida, el Ministerio Público guatemalteco continuó con las investigaciones y determinó dos cosas importantes: la primera, que Bedelyn no había disparado arma alguna y la segunda, que el autor material del homicidio era un pandillero, menor de edad, apodado El Iguana.
 
Así funciona la justicia por mano propia. Un rumor esparcido entre la muchedumbre es suficiente para condenar a alguien y ejecutar una sentencia cruel, que puede terminar en la tortura y asesinato de un inocente.  Es que Bedelyn no tuvo un juicio. Nadie presentó pruebas ni testigos, pero unos vecinos, unidos con un grupo de indignados colegas del mototaxista asesinado; aceptaron el rumor como verdad y decidieron castigar “ejemplarmente” a la que consideraron la autora del homicidio. 
 
En Colombia, cada vez es más frecuente la aparición de nuevos videos de ciudadanos indignados que linchan a presuntos delincuentes, a tal punto que la justicia por mano propia ya cuenta con “himno” en champeta.  A diario, por las redes sociales, se observan nuevas fotografías y videos de hombres y mujeres bañados en sangre, rodeados de ciudadanos enfurecidos que tienen sed de venganza. Un solo comentario, un dedo apuntando en cualquier dirección, es suficiente para encender la hoguera de las pasiones colectivas, desfogando la ira en una persona cualquiera, sin saber en qué va a terminar el linchamiento.  En esos momentos la sensatez, el criterio de justicia y la misericordia desaparecen para dar paso a las pasiones más bajas, en las que se aplaude la mayor sevicia y se desprecia el sentido común como sinónimo de cobardía.
 
Puede que no se confíe en la justicia colombiana. Es posible que el desencanto se alíe con la desesperación y la impotencia frente al exceso de garantías para los delincuentes. Pero ningún ciudadano sabe en qué va a parar un linchamiento: puede que los justicieros terminen en la cárcel, los inocentes en un hospital o en un cementerio y los victimarios vean muy cómodos, libres y hasta complacidos, las escenas del linchamiento del que lograron huir.

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