¡Manos arriba!

Por Jaime Restrepo Vásquez
 
La anarquía rige a Colombia. No es un asunto de un lustro, ni de tres, ni de diez. Esa acracia que resplandece en nuestro país es de tal antigüedad, y de tan profundas raíces, que pareciera que los colombianos somos incapaces de entender la vida por fuera del caos.
 
El espacio público, que de público no tiene nada, es una selva en la que rigen unas reglas distintas que la convierten en una colección deforme de repúblicas independientes en las que prima el más fuerte: parqueamos en donde sea, sin contemplar las dificultades de movilidad y comodidad que les generamos a otros ciudadanos.  Puede estar el bolsillo lleno y tener al frente un parqueadero vacío.  A la larga, no tienen que ver ni con el pago ni con la disponibilidad de un estacionamiento: es el poder regodearnos en la anarquía, ser parte de ella y no quedar excluidos al ser los estúpidos que siguen las reglas.
 
Los vendedores ambulantes gobiernan sus pequeños feudos y pobre del que cuestione su invasión, pues recibirá una catarata de lugares comunes: que si prefiere verlos robar, que tienen que llevar la comida a sus casas y que ellos están trabajando honradamente.
 
En la anarquía nos acostumbramos a ver a los vendedores informales como parte del paisaje, y cuando las calles son desalojadas, en un ejercicio mínimo de autoridad, pasamos por allí y extrañamos, genuinamente, a los que antes inundaban ese espacio. Incluso reclamamos, pues la soledad de esas calles nos intimida.
 
En el fondo, en esta anarquía en la que agachamos la cabeza y sentimos como parte de nuestro ADN, lo que se defiende es la comodidad en un mundo que imaginamos y diseñamos vertiginoso.  En esa creación, opinamos que los informales de la calle nos ahorran tiempo, ese que según nos dijeron, es oro: ¡que nadie se atreva a quitarnos un gramo de aquello que representa dinero, pues salimos feroces a defender lo que es nuestro!
 
¿Qué los vendedores ambulantes son ilegales? ¡Eso a quién le importa! Las leyes, nos enseñaron, están hechas solo para los de ruana y enhorabuena si uno, varios o miles de ellos pueden pasar por encima de las normas, de la ciudadanía, de los discapacitados o de quien sea.
 
Es una tragedia que esa acracia sea una forma de relacionarnos y de vivir la cotidianidad: esos centavos que recogen los informales son muy convenientes para las estadísticas, sobre todo en tiempo de elecciones, pues ya no son desempleados y como tal, mejoran los números de la mentira, ese complemento perfecto para la relación anárquica de nuestra sociedad. 

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