Los fastidiosos privilegios

Por alguna extraña razón, algunos individuos se apegan a la pequeña parcela de poder que representa el Consejo de administración de un conjunto.  Ellos disputan ese poder, combaten con uñas y dientes y una vez alcanzan la posición, se sumergen en un aire de superioridad y grandeza insoportable.
 
Los mismos que saludaban con amabilidad al vigilante, a la aseadora o a la administradora, de repente pasan por su lado sin mirarlos ni mucho menos dirigirles la palabra. Ese ser cordial se convirtió, en un abrir y cerrar de ojos, en un déspota que imparte órdenes, grita, exige y maltrata sin compasión.
 
Otros, que antaño eran excelentes vecinos, respetuosos y amigables; de golpe se transforman en pequeños emperadores que parecieran esperar venia y salvas a su paso: por los privilegios que creen tener, no hay forma de disputarles un espacio en el parqueadero de visitantes y muchas veces llegan al colmo de asumir que el todero del conjunto es su empleado personal y exclusivo a quien utilizan para hacer diligencias personales, subir el mercado e incluso para pintar o arreglar el interior de sus apartamentos.
 
Si arriendan el salón social del conjunto, el manual de convivencia y las normas para el uso de ese espacio son exigencias para los demás, porque los apegados al poder sienten que están por encima de tales estatutos: el volumen de la música y el horario son los que ellos desean y no los que indican las normas. Y los escándalos que producen son muestras de alegría que deben ser aceptados con resignación por los copropietarios y no un ataque contra la convivencia, el descanso y la tranquilidad de los vecinos a los que dicen representar. 
 
En realidad, por un incomprensible apego al insignificante poder, unos pocos de esos vecinos por los que votamos con entusiasmo en la Asamblea, han asumido que son intocables privilegiados y olvidaron por completo que fueron elegidos como servidores con quienes esperábamos contar.
 
¡Ah, y cuidado les hace un reclamo! Airados, con una prepotencia jamás vista durante años de convivencia, enrostran su estatus de consejeros –o de miembros de la Junta-, en una enigmática suposición según la cual, el cargo les otorga el privilegio de hacer lo que se les antoja.
 
Parece prudente dar a conocer estas vivencias como una señal de alarma para los nuevos consejeros y como una invitación para los más experimentados, de tal manera que hagan una reflexión íntima y sincera en la que puedan determinar, con toda honestidad, si corren el riesgo o ya están apegados a la falacia de los fastidiosos privilegios.

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