Sin autoridad ni ley

Vivimos en un país en el que la ley es tan compleja y contradictoria que termina siendo inútil. En este mismo país, cuando la autoridad es incapaz de combatir un delito o una irregularidad, termina negociando con los delincuentes, incorporándolos, como si nada, a la legalidad.
 
Somos parte de una nación que se conmueve, que siente lástima por los ilegales, al punto de ceder derechos y cegarse ante las arbitrariedades para respaldar a quien viola la ley.
 
¿Cómo explicar que algunos miembros de la comunidad se dejen manipular al punto de respaldar a una vendedora ambulante que utiliza a su pequeña hija para despertar la compasión? Además del crimen que significa usufructuarse de una menor de edad, también está el hecho de invadir el espacio público, situaciones que no pueden desembocar en el aplauso de los conmovidos ciudadanos: ¿harán lo mismo cuando sean diez o cien, las personas que utilicen niños para pedir limosna, vender aguacates o cualquier chuchería, al punto de imposibilitar el uso del espacio público por parte de la ciudadanía?
 
Así mismo, la ley y la jurisprudencia convirtieron el desalojo de vendedores ambulantes en un verdadero calvario que pocas autoridades están dispuestas a recorrer.  Así, poco a poco, la desafortunada salida que encuentran algunos ciudadanos es recurrir a las vías de hecho, como sucedió hace un par de meses en un conocido sector comercial de Bogotá: los negociantes, desesperados por la invasión de vendedores ambulantes, decidieron agredir y expulsar a los informales. En la actualidad, cualquier ambulante que ose acercarse al sitio, recibe una descarga de balines por parte de los indignados comerciantes.
 
Cuando las autoridades protegen y premian la ilegalidad y cuando campea el abandono y la desidia del Estado, algunos ciudadanos tratan de defender los derechos que otros están pisoteándoles y es en ese momento cuando toman una decisión equivocada e ilegítima: la justicia por mano propia.
 
Esta situación hay que evitarla a toda costa, y esto solo se logra con una comunidad unida y con un Estado que actúe, defienda y haga cumplir la ley, renunciando a la claudicación que representa negociar y transar con los actores ilegales que le resultan difíciles de combatir, sean vendedores ambulantes, abusadores de menores, guerrilleros, conductores borrachos o cualquier otro tipo de fenómeno en el que se viola la ley.
 
Además del Estado, es necesario que la comunidad vea –sin el sesgo de la compasión manipulada- el cúmulo de injusticias que está patrocinando, gracias a los sentimientos que la conmueven y que son estimulados convenientemente por los transgresores. 

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