¡Mami, quiero un perrito!

Por Jaime Restrepo Vásquez
 
Resulta doloroso transitar por las carreteras de Colombia, sobre todo en temporada alta. Hace poco, ya de retorno a la ciudad, llegamos con mi familia a un peaje. Eran casi las 7 de la noche y mientras hacíamos la fila para pagar, observamos a un pequeño perro al borde de la carretera.
 
El peludo estaba muy pendiente de la fila y, cuando veía una camioneta, saltaba de la felicidad, miraba por las ventanas y luego agachaba sus orejitas y se apartaba del lugar.  La fila era larga, así que pudimos ver la tragedia de ese perrito durante varios minutos.  Era evidente: lo habían abandonado en plena carretera, sin compasión alguna.
 
Esto no solo pasa en los peajes: algunos paran sus vehículos y amarran a los perros en las barandas ubicadas al borde de la vía. Hace unos días, circuló por las redes sociales un video argentino, en el que un par de señoras, a bordo de un carro rojo, fueron interceptadas por un conductor que les reclamó, de forma airada, por haber abandonado un pequeño perro en las calles de la ciudad.  Finalmente las señoras tuvieron que bajarse del vehículo, agarrar al peludo y emprender la huida. Lo más doloroso fue presenciar la reacción del perro cuando ellas se bajaron: no podía de la emoción, meneaba su colita sin parar, en un gesto de amor inmerecido por ese par de monstruos.
 
Viendo todo esto, imaginé el comienzo de las historias de mascotas que terminan en abandono. Aparece en escena un niño de corta edad, con un discurso incesante: ¡Mami, quiero un perrito!  Finalmente mami, harta de la cantaleta, accede a la petición, no sin antes hacer un pacto sobre el cuidado del animal. Van y compran el perro más costoso -¿qué dirán si lleva un chandoso?- y a las pocas semanas mami está limpiando la porquería y sacando al perro a pasear. Además, tiene que bañarlo y llevarlo a vacunar. Como si fuera poco, en el mercado debe incluir la comida para mascotas y los juguetes.
 
Poco a poco, mami se siente abrumada y toma una decisión: deshacerse del animal.  Llama a todas sus amigas, y a las que no lo son tanto, se comunica con toda la familia y al final, nadie acepta recibir al perro.  Entonces opta por la decisión, a su juicio desesperada, de abandonar al peludo en cualquier lugar, pues «alguien lo recogerá».
 
Mi perra lleva casi cuatro años en mi casa y ha sido un desastre: rompió el guardafangos de mi carro, desbarató zapatos, muebles y demás; pero lo único cierto es que al adoptarla, adquirimos el compromiso irrenunciable de compartir toda su vida a nuestro lado. La palabra clave es irrenunciable y por eso, cuando comience la cantaleta, piénselo bien, pues más allá de las responsabilidades y de los pactos incumplidos, un perro termina siendo un miembro más de la familia… Y a los familiares no los abandonamos, ¿o sí?

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